NO HE VUELTO PORQUE NUNCA ME MARCHÉ

Estaba fuera.

De todo, básicamente del mundo. Principalmente del mío.

Acabo de sentarme frente a una hoja en blanco. El paquete y el mechero reposan en un lado del escritorio, un sobrecillo de azúcar también, incluso veo un bolígrafo de esos permanentes. 

La estufa está apagada, la primavera se resiste a llegar del todo pero ya no me congelo cuando bajo a la biblioteca. Y en la biblioteca, los libros, me miran.

O quizá no lo hagan y simplemente lo imagino, en todo caso, ahí están, donde siempre y en el orden de siempre. Monótonos.

Por eso me miran.

Recuerdo.

Cuando era pequeña - mil años ha - quería ser mayor, y ahora que no soy nadie, quisiera no haberlo deseado.

Escribo esto porque suena a copla, y porque de coplas rotas me emborracho últimamente.

No escribo otras cosas porque me repito si lo hago, y sinceramente, ni me apetece ni quiero que me apetezca.

Y continúo frente a una hoja en blanco, mientras me acuerdo del hijo puta informático que le cambió el diseño a bloger en mi ausencia, y dispuso los botones a su antojo, sin consultarle a mis carencias si era lo más adecuado para mis incapacidades.

Jode llegar a casa y que te hayan cambiado los muebles de sitio.

La hoja en blanco me mira. Juraría que se sonríe, pero como no tengo por costumbre tutear a una Hoja en Blanco, me callo y no pregunto. Una nunca sabe que esconde esa hoja, quizá sea bueno, y no es conveniente cabrearla antes de tiempo.

Así que la miro y dejo que ella me observe, mientras, me pregunto si querrá prestarme sus letras. Y dice algo y yo trascribo, y después guardo el documento a la espera de otra Hoja en Blanco más misericordiosa que esa última, esa que fue incapaz de hacerme un guiño y darme una sola frase digna de ser escrita, leída, y recordada.

Besos.