Pronto se cumplirán dieciocho años de la fecha referida. Ese día, yo debo, o debería, hacer algo: Entregar en mano una carta escrita en los días posteriores a esa fecha. Una carta extensa, de mi puño y letra, cerrada en un sobre que reza: Alejandro S. R. entregar cumplida su mayoría de edad.
Me he mudado de casa seis veces desde entonces y la carta siempre me ha acompañado a todas ellas; guardada en el fondo de alguna caja, junto a mi ropa, o escondiéndose en la tapa de algún libro.
El sobre amarillea y, presupongo que las hojas también.
La tinta debe oler a rancio.
¿Qué razón me impulsó a arrastrar de ella durante todos estos años?
¿Qué motivo me inspiró a escribirla?
Alejandro nació, va a hacer ahora, dieciocho años.
Alejandro es hijo de alguien a quien yo antaño llamaba hermana sin que ningún lazo de sangre nos uniera.
Esther por aquel entonces acababa de cumplir los veinte, se preparaba en el instituto para ser secretaria y había conocido a un chico, del que estaba colgadísima y por el que no valía la pena perder un solo minuto.
El amor es ciego.
Y Esther siempre ha sido medio gilipollas.
Podría ponerme a explicar que tipo de relación tenía yo con Esther o con sus verdaderos hermanos, como le enseñaba a Rubén a dividir, o a David a atarse los cordones de las bambas. Como el Juani, un año menor que yo, me contaba sus primeros amoríos adolescentes, o como intenté enrollarme con el Berna, un año mayor que ella, dos años mayor que yo.
Fue el primer tío que me dio calabazas.
Podría contar como yo sentía su familia parte de mi misma, como me iba de mi casa a la hora de comer y me sentaba en la mesa de ellos como si fuera una más.
Podría hablar de mil cosas, mil detalles, miles de minutos, y al final, resumiendo, no estaría hablando de nada.
De nada hablaría tampoco si contara como me echaron a patadas de aquella casa, ni serviría de nada, solo para volver a dañarme, el recordar todo aquello que dijeron de mí, todo aquello que me dijeron a mí.
Los silencios de los presentes mientras se me acusaba injustamente.
La cara de los pequeños que no comprendían.
El idilio duró poco, y fue complicado, creo que nadie más en este mundo, solamente yo, sabe lo que pasó allí realmente.
Los motivos de los unos y de los otros.
Porqué Esther no quiso quedarse con él.
Porqué él fue tan hijo de puta.
Porqué lo dejaron.
Porqué no se amaron.
Porqué Esther decidió que su hijo naciera, con el mundo en contra.
Porqué yo decidí luchar por ellos.
……………….
El tiempo es bastante mentiroso. Deforma los colores y las líneas que delimitan la verdad.
A veces quisiera que mi vida no hubiese sido siempre tan asquerosamente complicada, porque en aquel tiempo yo eso ya lo sabía, que los recuerdos se acomodan y se dispersan, que se cuentan las cosas de otro modo, que se olvidan detalles importantes, que las emociones se diluyen…
Por eso escribí aquella carta, explicándole a Alejandro lo que había pasado, los motivos de su madre, con fechas, y con datos importantes de su vida.
Le expliqué que la vida es complicada y que los mayores, no él ni nosotras, a veces hacen cosas extrañas.
Le hablé de sentimientos.
Del miedo.
De la lucha.
Le conté que su madre lo amaba por encima de todo y por qué le debía la vida, todo su respeto y todo su amor.
Cerré aquel sobre y lo guardé.
Hace dieciocho años que arrastro ese sobre esperando que llegue el día.
El día se aproxima y ya no tengo tan claro que sea lo más adecuado.
Quizá Alejandro no quiera saber.
Quizá solamente yo necesitaba explicárselo.
Mientras la escribía creía que era necesario, que la verdad solo tiene un camino y que tarde o temprano sale a la luz.
Sigo pensando que la verdad camina en línea recta, que tarde o temprano se vence al que la acalla, pero dudo, no, no es cierto, no dudo, estoy convencida de que no soy quien para desvelarla.
Y sin embargo sigo siendo la única que la conoce al completo, la única que la escribió para no olvidar los detalles, el único recuerdo fidedigno y no deformado por el tiempo, está en esa carta escrita hace dieciocho años.
Y no se la voy a dar.
Tampoco voy a deshacerme de ella.
De la misma forma que no tengo derecho a decir lo que sé, tampoco lo tengo para destruirlo.
Esa carta dejó de pertenecerme en el mismo instante en que le puse nombre al sobre y sigo siendo responsable de ella, hasta ahora de custodiarla, a partir de ahora de salvaguardarla de mis buenas intenciones.
Que muera conmigo.
4 comentarios:
Me recuerdas a una amiga, ella escribe cartas que no manda y que incluso rompe, yo no lo comprendo demasiado, pero a ella le sirve para desahogarse (esto lo entiendo mejor).
Tal vez podrías preguntarle a él si quiere saber.
Un besito
Me pareció un relato muy bien controlado; no se te escapa de las manos y vuelves protagonista a la carta. Pero más interesante es tu vida, si este es un relato de ella.
hola oscuro, a veces nos gusta hacer estas cosas, escribir cartas que no llegaran nunca a su destino, yo, soy tan aficionada a hacerlo que incluso me abrí mi propio lugar para ello.
unas llegan y otras no, la vida es lo que tiene.
está por ahí arriba estafeta de correos
y no, no puedo preguntarselo, porque hacerlo sería ponerlo entre la espada y la pared.
besos.
hola silvestre, gracias por tu apreciación sobre el protagonismo de la historia, porque la única verdad es que ella, la carta, es la dueña y señora.
no sé si será interesante, supongo que dependerá de a quien se lo cuentas, pero sí, es otro de los bocetos de mi vida.
todo mi blog es mi vida, a veces en tono chistoso, otras melancólico y a menudo soez, pero es mi vida.
besos.
Sencillamente estremecedor.
Sí que es cierto que en ocasiones la necesidad de contar es lo que nos puede, y en otras la necesidad de saber la verdad. Ese es el conflicto, querida Bastet... si el destinatario de la carta se merece conocer la versión no adulterada o seguir en la comodidad de su historia aprendida con el tiempo, si tú te mereces dar salida a lo que has callado largo tiempo o seguir atesorando la respuesta... no te envidio la decisión, pero te envío el más fuerte de los abrazos.
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