y este es el castillo de donde surgieron las letras. |
Esperaba, estaba allí plantada
esperando la llegada del autobús. Tenía prisa, es cierto, pero daba igual, mi
tiempo dependía de la llegada del autobús y mientras este llegaba no podía
hacer muchas otras más cosas que esperar. Divagar también, eso hice: esperar y
más tarde, divagar.
El culo apoyado contra la valla,
a la derecha un árbol de esos que ponen
los ayuntamientos en las aceras para hacer sombra, de esos que crecen aprisa y
en una década, mes arriba mes abajo, ya han reventado la baldosa para que los
viandantes nos tropecemos y nos partamos los morros. A la izquierda otro de las
mismas características, con sus hojas medio amarillentas, pelín arrugadas,
escondiendo entre sus pliegues, arañitas, gusanejos, bichos de campo amoldados
a la ciudad. Anélidos y arácnidos sin reloj, fauna urbanita que habita en los
árboles consistoriales.
Entre copa y copa, hoja rasgada y
vida desapercibida, la imagen del castillo reina sobre el otero, y allí estaba
yo. Esperando la llegada del autobús.
Unos cuantos templarios defendían
la muralla, con espadas, hierros que
brillaban bajo el sol de septiembre, la sangre manchaba los ropajes de todos,
de los atacantes, de los atacados, y caían por las paredes del altozano,
rodaban sus cuerpos, los vivos y los
muertos hasta llegar al pie de la colina.
Los templarios protegían su
Castillo, sus secretos, el Santo Grial, las faldas de la Princesa de otro
cuento, la cámara real, y en última instancia, sus vidas.
Un corcel, la Dama y su escolta,
salían por los pasadizos. Media montaña perforada, con entrada oculta en las
catacumbas para salir a toda prisa, para salvar la vida de la futura Reina de
la corona. El Rey ha caído.
Era un buen Rey.
Mientras, los templarios
continúan derramando sangre. Roja, como la de ellos. Sangre de guerreros
convencidos de sus luchas, como ellos. Y el suelo, se tiñe un poco más de
sangre roja, inocente.
De sangre absurda como toda la
sangre que mana desde el filo de una espada.
La princesa ha huido, salva y virgen.
Un perro ladra y el viento mueve
las hojas de los árboles municipales. El autobús aún no ha llegado. El perro
mueve el rabo y me saluda con un lametazo baboso y perruno.
La Historia.
Las almas de los Templarios del
Castillo se remueven y suben loma arriba cagándose en mis muertos. “habladlo
con ellos, que la comunicación será más rápida” pienso.
En el castillo nunca hubo Santo
Grial, ni princesa, ni nada parecido a mis divagaciones, tampoco salida
secreta.
La Historia.
Esa cuenta esto de otro modo. Más
aburrido, tan medieval que hasta las arañas de los árboles sienten ganas de
mudarse a la ribera.
Y cuando un templario barbudo se
me acerca y se asusta el perro, el perro ladra y se esconde entre las piernas
de su amo. Gracias, digo para mis adentros, y el templario, se desvanece.
La Historia.
La Historia me recuerda de nuevo
que todo eso no sucedió jamás, no aquí. Nunca fue visto por los coetáneos de mi
barbudo templario.
Pues vaya.
Y entonces, llega el autobús, y
saludo y besuqueo a mi hija que llega en él ¿y qué tal el viaje? Y todas esas
cosas, y nos vamos hacia el coche con el culo cuadrado de tenerlo apoyado en la
valla, y antes de arrancar el motor vuelvo a mirar y por última vez hoy, el
camino por donde la princesa logró huir.
Y allí está, detenida, montada en
su bello corcel y saludándome, porque le concedí un trocito de la Historia que
los historiadores no descubrirán jamás.
Buen viaje mi hermosa Dama
medieval, sigue tu camino y cuélate en todos los sueños que sea necesario. Haz
un fortín en todos los pies de todos los castillos y escápate siempre que
puedas ¿Por qué? Porque la gente que espera el autobús, necesita que la
encuentres.
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