Si algo le revolvía las tripas eran las palabras edulcoradas. Azúcar por aquí, azúcar por allá. Cuánto te quiero, y vengan babas por todos lados. Tenía una concepción y percepción bastante concreta sobre el amor y los límites que rozaban lo absurdo. Cuidado, lo absurdo, porque dentro del amor aún entendía y aceptaba el cursilismo como parte temporal del mismo.
Aquel día se levantó espectacularmente intolerable con lo absurdo dado que esa madrugada amaneció con un sarpullido emocional que lo mantenía al borde del colapso literario. Abrió el drae como quien abre la guía del teléfono y comenzó a buscar algún vocablo que se adaptara a su estado anímico; sin éxito ninguno, decidió buscar en el diccionario de sinónimos, después en el de rimas y hasta se aventuró con uno de inglés. No existía en el mundo palabra, término, verbo, definición o concepto que abarcara al completo la erupción dérmica que sufre el alma cuando se asquea. Decidió entonces inventar, innovar, crear esa palabra, darle al mundo una nueva voz con la que combatir el estado rimbombante de las cosas. Pero fue incapaz de hacerlo. Nada, ni inventado ni por inventar, servía para definir la estupidez humana cuando se presenta en todo su apogeo.
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