Pudo empezar aquella carta con un, querido amigo, tal vez con un sencillo, apreciado compañero, un hola compadre, o incluso estimado camarada. Pero no lo hizo.
No lo hizo por no aceptar que en la amistad existen rangos y diferencias, y esto le hacía sentirse obligado a colocarlo por encima o por debajo de algún otro congénere y aunque pudo haber hecho lo primero, se negó en rotundo a hacer lo segundo.
Así que comenzó la carta como le dio la gana, que para eso era su carta , y puestos a rizar el rizo empezó dando las gracias, que eso, debería ir al final, pero también era su final, así que escribió como supo, para que el otro comprendiese.
Le dió las gracias por ser quien él creía, y no quien otros decían que era.
Y olvidó por un momento las amistades supuestamente comunes y las propias, olvidó hasta el significado de tan ambigua palabra.
Se centró en las personas y afectos y se dió cuenta de que todos, incluido él, se habían equivocado demasiado.
Qué las relaciones con las personas que le rodeaban se basaban en lo positivo que desprendidamente aportaban a su vida, y que normalmente no tenían demasiado que ver las unas con las otras, cosa que tampoco le quitaba el sueño. Aceptaba gustosamente que otros contribuyeran a que su vida fuera más rica y entendía que debía ser recíproco.
Pensó en sus defectos, sin embargo ¿Quién o qué no los tiene? Son una especie de pago al por mayor, un recargo, un impuesto, pero a fin de cuentas, una inversión.
Cuando se convenció de esto, continuó su carta diciendo:
Imaginemos por un instante que tú, eres aquella maravillosa chupa de cuero marrón, cruzada y con flecos que hace veinte años que me estoy comprando. Cada vez que la veo o la recuerdo le cuento las cremalleras, las púas, me imagino con ella puesta y pienso en lo bien que me queda.
Sin embargo alguien se compró no sé cuando, una igual. Supongo que con la misma ilusión que yo, y después de tenerla en el armario se dio cuenta de que el marrón no le pegaba con los zapatos, que los flecos tenían vida propia los días de aire, que el cruzado le hacía parecer demasiado heavy y, que la cremallera de la manga izquierda, le sobraba.
Así que me aconsejó que me comprara otra cosa.
No me especificó si debía de ser una chaqueta de lana parda, una pelliza hippie, o un modelo exclusivo del corte inglés, simplemente me dijo que no le había gustado el resultado.
Y dudé.
Dudé porque ya no voy a los conciertos.
Como soy un culo inquieto el día que volví a verla en el escaparate pensé: a mí me gusta. Me gustan los flecos rebeldes, y utilizo el bolsillo de la manga izquierda para guardar la tiza del billar. Me importan tres pimientos que me cuadre con los zapatos, ya me pondré unas botas.
A mí me gusta y me la voy a llevar.
¿Sabes? No estoy loco, aunque deduzcas lo contrario, y tampoco la chaqueta es un capricho.
Te lo explico de otro modo.
Baso mis amistades en cimientos; cada amistad es una construcción nueva así que poco importa que la arquitectura sea distinta, me da igual que los edificios no sean iguales, eso no altera la belleza que cada uno contiene por separado, intento al ubicarlos que los edificios grandes no les hagan sombra a las casas más pequeñas y si es necesario planto una hilera de pinos entre dos calles.
En la ciudad de mis amistades yo soy el alcalde, y yo, yo soy quien cierra el agua de las fuentes.
P.D. Sería un placer comprobar que los cimientos siguen intactos.
Rubricó trazando por costumbre un garabato, cerró el sobre y pegó el sello con asco, se dirigió al buzón más cercano y antes de perder de vista la carta por la ranura, dijo en voz alta y con ese tono amenazante que declinaba toda la responsabilidad en ella: espero que mis palabras sean entendidas.
Después, volvió a casa y se sentó en el porche a esperar a que el cartero llegara con el mensaje de aquel viejo amigo, aquel que no aceptaba que en la amistad, existieran rangos y que deseaba que aceptara sus disculpas.
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