Aquí, donde vivo, la temperatura se adormece bajo el sol de enero.
Allí, a donde quería ir esta semana, el hielo y la niebla han sitiado la población y sus alrededores.
Tengo una enorme sensación de destierro. Quiero volver a mi casa, quiero vivir en mi casa y no aquí, no en esta.
Quiero sentarme en mi cocina y mirar por la ventana, ver como los gorriones se detienen un momento en las ramas del almendro, oír el ganado.
Quiero volver.
Pero no puedo.
Allí hace tanto frío que en mi casa ni siquiera hay agua, posiblemente se haya vuelto a reventar el calentador y me encuentre la sorpresa cuando vuelva. Hay tanta niebla que es mejor no circular por la carretera, y hasta allí hay trescientos kilómetros.
La cabeza me dice que es una animalada ir.
Y mi corazón llora.
Ya hace unos meses que planeamos esta escapada a casa.
Y ahora, miro por la ventana de esta casa y veo sol, miro el termómetro y veo 10 grados y entonces vuelvo a llamar al pueblo.
Bajo cero desde noviembre.
Todos los días.
Todas las noches.
Y yo aquí, esperando que amaine, y los días pasan y el invierno sigue aplastado en mi tejado.
No puedo evitar llorar. Quiero volver.
Quiero
volver.
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