Lo que no me gusta de los entierros, son los vivos.
No soporto la superficialidad de los comentarios que se dispersan intentando eludir la muerte y el dolor.
Enmascararse uno mismo, querer pasar a remolque de la situación, no compartir, si no dejar hacer y que acabe cuanto antes que tengo prisa. Normalmente asistimos a los entierros de terceros, y mucho más de vez en cuando, al de alguien que nos importó realmente.
La primera vez que pasé por el trace de tener que mirarme al espejo de la muerte fue con alguien querido. Lo vi morir, despacio, poco a poco. Vi como la vida se le escapaba y como se fue de ella con la misma dignidad con la que la había vivido.
Me pareció tan encomiable, que deseé que cuando a mí me tocara fuera mi respuesta, por lo menos, parecida.
Uno convive con la muerte día sí, día también; en la calle, en la televisión, en el barrio, las mascotas... Los vivos se mueren y los demás nos quedamos a la espera, sin embargo seguimos actuando como si jamás, nunca jamás fuera a ir con nosotros.
Yo creo tener una relación bastante amable con la muerte, imaginemos que la muerte es ese vecino engorroso del piso de al lado, con el que evitas hablar o encontrarte, con el que alguna vez has coincidido porque se paró a hablar con algún conocido tuyo, ese vecino al que miras con recelo y que no te gusta, pero al que aceptas porque a fin de cuentas no se pierde ni una sola reunión del bloque y está allí, conviviendo continuamente, te guste o no, con el resto, contigo incluido.
Yo me dí cuenta un día que existen personas en ese barrio ficticio que le giran la cara al espinoso, que pretenden ningunearlo con un desesperado intento de ignorarlo, de ridiculizarlo y de hablar delante de él, como si él, no existiera.
No soy supersticiosa y no creo que el día que a este vecino le de por incordiar en la puerta de alguno de ellos lo haga de peor manera que en la puerta de otros, sólo lo hará. Punto.
Pero sí me causa bastante repelús el ver como estas personas son incapaces de concienciarse de que esa puerta se merece un respeto porque esta abierta para todos.
Vuelvo atrás y me remito a mi primer difunto.
Mucha de la gente que asistió aquel día eran esos vecinos obligatorios. Ninguno de ellos era consciente de que al muerto, a aquel que había fallecido con la misma sobriedad y entereza con la que había vivido, le sobraban todos aquellos payasos ridículos que eran incapaces de enfrentarse a sí mismos.
Y yo pensé que el día que yo muriese no querría a ninguno de ellos allí.
Entonces, me prometí a mi misma que jamás iría a acompañar un muerto por tener compromiso con algún vivo. Que si sentía respeto por algo, debía ser por lo importante y que llegado el momento, debía dolerme y no condicionarme.
Después de eso he asistido a dos entierros más.
Esta mañana debería haber ido a otro, pero se ha levantado lloviendo y lo primero que he pensado es que vaya incordio de tiempo.
Han saltado todas mis alarmas.
Por un momento casi ninguneo a la difunta y me presento allí, con mis prisas, mi organización, mi malestar y mi incomodidad de que esta señora se haya muerto precisamente en este tiempo, para tener que ir a acompañarla con paraguas y viento.
Y aquí estoy, delante del pc, mientras la gente que sí la amó se prepara para llevarla al cementerio, y yo me quedo pensando que el día que yo me muera, si alguien se incomoda porque llueve, que se quede en su casa, que prefiero irme sola.
No me excuso, no estoy orgullosa, pero por lo menos aún me queda la decencia suficiente como para no ir.
Réquiem in Peace.
No soporto la superficialidad de los comentarios que se dispersan intentando eludir la muerte y el dolor.
Enmascararse uno mismo, querer pasar a remolque de la situación, no compartir, si no dejar hacer y que acabe cuanto antes que tengo prisa. Normalmente asistimos a los entierros de terceros, y mucho más de vez en cuando, al de alguien que nos importó realmente.
La primera vez que pasé por el trace de tener que mirarme al espejo de la muerte fue con alguien querido. Lo vi morir, despacio, poco a poco. Vi como la vida se le escapaba y como se fue de ella con la misma dignidad con la que la había vivido.
Me pareció tan encomiable, que deseé que cuando a mí me tocara fuera mi respuesta, por lo menos, parecida.
Uno convive con la muerte día sí, día también; en la calle, en la televisión, en el barrio, las mascotas... Los vivos se mueren y los demás nos quedamos a la espera, sin embargo seguimos actuando como si jamás, nunca jamás fuera a ir con nosotros.
Yo creo tener una relación bastante amable con la muerte, imaginemos que la muerte es ese vecino engorroso del piso de al lado, con el que evitas hablar o encontrarte, con el que alguna vez has coincidido porque se paró a hablar con algún conocido tuyo, ese vecino al que miras con recelo y que no te gusta, pero al que aceptas porque a fin de cuentas no se pierde ni una sola reunión del bloque y está allí, conviviendo continuamente, te guste o no, con el resto, contigo incluido.
Yo me dí cuenta un día que existen personas en ese barrio ficticio que le giran la cara al espinoso, que pretenden ningunearlo con un desesperado intento de ignorarlo, de ridiculizarlo y de hablar delante de él, como si él, no existiera.
No soy supersticiosa y no creo que el día que a este vecino le de por incordiar en la puerta de alguno de ellos lo haga de peor manera que en la puerta de otros, sólo lo hará. Punto.
Pero sí me causa bastante repelús el ver como estas personas son incapaces de concienciarse de que esa puerta se merece un respeto porque esta abierta para todos.
Vuelvo atrás y me remito a mi primer difunto.
Mucha de la gente que asistió aquel día eran esos vecinos obligatorios. Ninguno de ellos era consciente de que al muerto, a aquel que había fallecido con la misma sobriedad y entereza con la que había vivido, le sobraban todos aquellos payasos ridículos que eran incapaces de enfrentarse a sí mismos.
Y yo pensé que el día que yo muriese no querría a ninguno de ellos allí.
Entonces, me prometí a mi misma que jamás iría a acompañar un muerto por tener compromiso con algún vivo. Que si sentía respeto por algo, debía ser por lo importante y que llegado el momento, debía dolerme y no condicionarme.
Después de eso he asistido a dos entierros más.
Esta mañana debería haber ido a otro, pero se ha levantado lloviendo y lo primero que he pensado es que vaya incordio de tiempo.
Han saltado todas mis alarmas.
Por un momento casi ninguneo a la difunta y me presento allí, con mis prisas, mi organización, mi malestar y mi incomodidad de que esta señora se haya muerto precisamente en este tiempo, para tener que ir a acompañarla con paraguas y viento.
Y aquí estoy, delante del pc, mientras la gente que sí la amó se prepara para llevarla al cementerio, y yo me quedo pensando que el día que yo me muera, si alguien se incomoda porque llueve, que se quede en su casa, que prefiero irme sola.
No me excuso, no estoy orgullosa, pero por lo menos aún me queda la decencia suficiente como para no ir.
Réquiem in Peace.
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