No era un oficinista cualquiera y él lo sabía; era el oficinista más atractivo y atlético de todo el edificio, el que mejor repeinaba la gomina de su cabello y desde luego, el más bronceado de todos.
Desconocía completamente la taquigrafía, a duras penas enviaba un email, confundía a menudo pares con nones y preparaba un café horrible.
Sus estudios en economía y empresa le eran suficientes y no necesitaba nada de todo aquello, sin embargo desviaba la mirada cuando la presidenta aparecía por el pasillo, recién salida del ascensor como quien sale de dentro de una caja de bombones, feliz y exageradamente edulcorada.
Sus tacones, su rubia melena, sus uñas de porcelana y su voz... ¡ah! su voz cuando decía: Rodríguez a mí despacho, y le guiñaba un ojo.
Primero le pedía un café, corto y con dos de azúcar, después le sugería que se sintiera cómodo: quítese la chaqueta Señor Rodríguez, y la corbata, si tiene calor desabróchese esos dos botones tan molestos, hay confianza y, en el trabajo, mejor estar a gusto. ¿verdad? Le decía dulcemente.
El oficinista asentía con una media sonrisa, y obedecía a la sugerencia incluido el detalle de los botones, después, continuaba programando la agenda por cuarta vez al dictado de la presidenta, molesto aún por el pellizco que le había dado en el culo al entrar y qué había conseguido que derramara todo el café sobre la moqueta del despacho, molesto también porque lo había llamado torpe y lo obligó a limpiar el café con una bayeta, arrodillado. Molesto, muy molesto porque él no se apellidaba Rodríguez, sino Carvajal.
Le agradecería señora presidenta que me llamara por mi nombre y no por el apellido de otro, dijo con un hilo de voz. Ante el hecho de que ni siquiera fue respondido y sintiéndose humillado por este motivo, volvió a insistir en un tono algo más alto, pero su súplica tampoco fue contestada. El desprecio de la presidenta iba en aumento conforme el oficinista se airaba.
Cuando ya no pudo más, se levantó bruscamente de la silla, sin embargo, al ir a abrir la boca profiriendo todo tipo de insultos y quejas, la presidenta alzó la vista y muy tranquilamente dijo:
-Mire, señor Rodríguez, yo a usted lo llamo como quiera y suerte tiene de que no lo llamo puta. Usted trabaja para mí y está a mí servicio. Me pondrá el café cuando yo quiera y estoy en mi derecho de humillarlo si no lo hace bien. Copiará todas las veces que a mí se me antoje la agenda y, si me apetece lo hará con dos botones desabrochados ¿porqué? Pues mire, eso aún no lo tengo claro, pero eso era lo que usted decía hace dos meses, cuando yo era su secretaria y usted el Director General más guapo, bronceado, engreído y cabrón de todo el edificio.
Si alguna vez vuelve a tener una empresa bajo su dirección, le aconsejo que procure no joder demasiado a su secretaria si esta lleva las cuentas de sus paraísos fiscales.
Se tragó el zorra que le apuntaba en la boca, asintió con la cabeza, salió de su antiguo despacho tras la conformidad de la presidenta y se puso a cuadrar unas estadísticas por aquello de ganarse el sueldo. Mientras, sus compañeros de oficina se iban a fumar un pitillo, Rodriguezno viene, comentaban con enorme sorna, está ocupado limpiando el váter de su propia mierda.
No los escuchaba claro, no lo había hecho en siete años no iba a comenzar ahora.
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